El frío amanecer de una mañana gris en la que apenas lucía un tibio sol
madrugador, fue el testigo principal de nuestra separación.
La gran mole de hierro que avanzaba lentamente por el carril de la vía
férrea, se acercaba hacia nosotros con aire traidor, como si quisiera
arrebatarte de mis brazos, como si quisiera separar nuestros corazones,
vislumbré tu belleza a través de los empañados cristales y apenas podía verte
cuando con mi mano temblorosa te envié un nervioso adiós.
En esa aparatosa y fea maquina se iba mi amor, se iba mi corazón, te
ibas tú.
En mi corazón se clavaba aceleradamente el chirriar de las grotescas
ruedas, en mis oídos zumbaban constantemente los pitidos de la locomotora.
Odiaba todo aquello, pues había sido capaz de separarnos.
Ahora mientras tus pies lentos e inseguros recorren las áridas tierras
de tu patria, las lagrimas recorren lentamente mi ya demacrado rostro, mientras
tu corazón piensa en mi, el mío te reclama a voces, propagando mis sentimientos
a los cuatro vientos, para que ese aire alegre y atrevido transporte mi mensaje
por esas lejanas tierras.
Cogeré un lucero blanco y con el iré a buscarte, te arrancaré de la
inmensidad de las llanuras que nos han separado.
Pero quizás mi lucero caiga en las garras asesinas de una majestuosa
tempestad y destruya mis ansias de libertad.
Entonces afligido por la pena, con mis pupilas de rojo intenso, los
ojos velados por la melancolía y mi rostro empapado por las lagrimas , tendré
que esperar que la deforme masa ferrosa te traiga hacia mi, que te abandone en
mis brazos y entonces me aferraré tanto a tu cuerpo que ya nada podrá separarnos, ni la lluvia, ni el
sol, ni la tempestad, ni la niebla, nada podrá con nuestro amor y entre el
estrepitoso ruido de la moderna y gran estación se oirá el latir de nuestros
enamorados corazones.